Gabriela (cuento para Ae).

Recuerdo muy bien como empezó todo aquel sábado de verano. Estaba echada en el patio, mirando el cielo, pensando en nada. Mi papá estaba adentro de la casa, viendo “Sábados Gigantes” y mi mamá había salido a comprar con mi hermana chica. Nada fuera de lo normal. Quizás, ese exceso de confianza en los días normales, me hacía creer que tenía mucha suerte y que no tenía que preocuparme por nada.

Ding dong.

Mi papá se había quedado dormido con la tele prendida.

Ding dong.

¡Tiene el sueño tan profundo! Ojalá yo también pudiera quedarme dormida y no escuchar nada. ¡Que suerte que tiene!

Ding dong.

- Ya, ya voy -, grité sin mucho entusiasmo.

Ding Dong.

- Ya vooooooy, espereeeeeen.

Cuánto envidio a mi papá por tener el sueño tan pesado. Cuánto lamento no haber acompañado a mi mamá a comprar. Abrí la puerta. Cuánto lamentaría haberlo hecho.

- ¿Diga?

Una niña de más o menos mi edad, colorina y con pecas estaba al frente mio con cara de “pucha que se demoraron en abrir, oh”.

- Ehhhm.... si, hola. Mira yo... ehhh... es que soy la vecina nueva y quería conocer a la gente del barrio. Estoy recorriendo casa por casa para ver cuánta gente vive y si hay niñas de mi edad... Je, parece que aquí encontré una. Me llamo Gabriela ¿ y tú?

Quedé impactada por esa presentación. Me pareció un poco psicópata hacer una especie de CENSO casa por casa para ver quién vivía ahí. Más enfermo aún me parecía el hecho de buscar “niñas de mi edad”. No, las relaciones no sé hacen así, niña por Dios.

- Ahhhp... ehhh... Ingab. Hola. Je -, respondí con la voz a medio camino entre la timidez y el miedo.

- Jijijijiji... ¡qué raro tu nombre! Oye ¿estás ocupada ahora? ¿quieres salir un rato conmigo? ¿a conversar? -, y abría los ojos muuuuy grandes mientras decía esto. Por alguna extraña razón, no podía negarme a su invitación.

- Ehh... no, no estoy ocupada. Espera, voy a ir a buscar un polerón y salgo al tiro.

Subí corriendo las escaleras, como si estuviera demasiado ansiosa por salir. Algo dentro de mí provocaba que las ganas por salir se acentuaran a niveles extremos.

- Papáaaaaa... voy a salir un rato -, grité. No me escuchó, seguía durmiendo. Debería haberme escuchado.

Gabriela estaba esperándome sentada en la orilla de la vereda. Jugaba con una ramilla, empujando hormigas. No se dió cuenta en qué momento me senté al lado de ella.

- A mi también me gusta hacer eso. - le dije – No sé por qué, pero la idea de desordenarlas un poco, mientras caminan tan ordenaditas, es tan... je, divertida, por decir algo.

- Jajajajaja, si también me pasa eso. Moverlas de aquí para allá, aplastarlas, asustarlas, hacerlas correr. ¡Es lo mejor...!

- Sip, pero no nos vamos a quedar jugando con hormigas toda la tarde, ¿cierto?

- Noooo, jajajajaja, cómo se te ocurre, nunca tan aburridas. ¿Qué se puede hacer por aquí? -, su voz me intrigaba mucho. Era un poco cantarina, pero tan suave y dulce que no era molesta para el oído.

- Ehhhm... podemos ir a dar una vuelta para el bosque, o a la plaza, o... no sé... dar muchas vueltas a la manzana... o ... La verdad es que no hay mucho que hacer por aquí. El pueblo es chico, pero el corazón es grande.

- ¿Bosque? ¿hay un bosque?.

Ni siquiera debería haberlo mencionado.

- O sea, bosque, bosque, como el de la Caperucita Roja, no. Pero hay árboles y un río... y es bonito... y no sé. Es lindo para conocer y pasear un rato ¿Quieres ir?

- Ayyy... obvio: me encantaaaaaaannnnn los árboles, me encaaantaaa la naturalezaaaa -, mientras decía eso, su pelo rojo parecía que tenía vida propia. Me dio un poco de miedo nuevamente.

- Ehhhp... ya, vamos entonces -. La voz me tembló un poco.

Empezamos a caminar. En verdad, yo empecé a caminar... Gabriela parecía que no caminaba: su pasos hacían parecer que lo que había bajo sus pies eran nubes y no cemento. Apenas sonaban.

Después de unos veinte minutos de caminata, de risas tontas, de sensaciones extrañas, llegamos al bosque. Hacía demasiado calor: sólo a nosotras se nos ocurría salir a caminar en un día como este. Sin embargo, sólo yo parecía cansada: Gabriela parecía tan fresca y entera como en el momento que tocó mi puerta.

- ¿Tienes calor? -, me preguntó.

- Ehhh... si, la verdad es que sí. Pero vamos al río para refrescarnos un rato. ¿Te parece?

- Si, dale... si hace mucho calor -. Decía eso pero parecía no sentirlo.

Mientras machábamos camino al río, sentía algo distinto en el bosque. Era como si estuviera más verde que de costumbre, más tranquilo que otras veces y más grande e interminable que otros días. Gabriela parecía pertenecer allí: si algo encajaba dentro de esta extraña situación, era ella en ese entorno.

- Me siento bien aquí -, me dijo de improviso.

- ¿Cómo?

- Me siento bien aquí, en este lugar, rodeada de tanto verde, lejos de casa.

- Tonta –, le dije con cierta ternura -, si tu casa está apenas a veinte minutos de aquí. No es lo que yo llamaría lejos.

- No, no. Me refiero a casa, a mi hogar.

Algo raro escondía en esa afirmación. El enfásis que le dió a la palabra “hogar” fue extraño, casi como si estuviera hablando de un lugar muy lejano. Pretendí no escucharla y seguí caminando.

El río estaba calmo. Parecía como si estuviera esperando que algo pasara. Podría decir que ese algo éramos nosotras.

- ¡Uffff! Si que hace calor hoy. Deberíamos haber pasado a comprarnos unas botellas de agua para el camino ¿no te parece, Gabriela?

- Si, si.- Tenía la mirada perdida y no parecía entender lo que estaba diciendo. Otra vez esa sensación de miedo me invadió.

- ¿Te quieres dar un chapuzón?

- ¿Por qué no? –. Los ojos le volvieron a brillar y de nuevo me sentí tranquila. No sabía como definir esa sensación sucesiva de miedo y tranquilidad que me causaba Gabriela. Ojalá hubiera sabido antes qué iba a suceder.

El pelo de Gabriela contrastaba fuertemente con el fondo del agua. Parecía como si una fogata estuviera sumergida y no se apagara con nada.

- Ayyyy, que está rica el agua, Ingab.

- Si, esto era lo que necesitaba para refrescarme -, dije esto, tome aire y metí la cabeza en el agua. Podía ver los pies de Gabriela moviéndose alrededor mio, graciosamente, casi bailando.

- Un, dos, tres. Un, dos, tres. Un, dos, tres -, escuchaba a Gabriela como repetía y cantaba mientras se paseaba alrededor mío. De repente, desaparecieron y el aire se me acabó. Saqué la cabeza.

- ¿Gabriela? -. No estaba.

Salí del agua, tome mi ropa y me vestí. Estaba asustada, muy asustada, tanto que salí corriendo. Dí un último vistazo al río y un pez dorado nadaba ¿feliz? en el río.

Nunca más volví al bosque. Nunca más vi a Gabriela.

3 comentarios:

Pablo Acuña dijo...

buen cuento, me recordo un encuentro que tuve hace unos dias, una mina se me acerco, me saludo, me dijo que me conocia... (nah..yo no la conocia) y me regalo un cd de jazz, luego se fue o_O

nadfa que decir, el cd era exelente, miles davis..

wen blog...

hey... por si acaso, yo no soy flor..soy otro...deberia aclarar eso?...dime tu

daniela dijo...

cuando tenía 9 años una niña tocó la puerta de mi casa y preguntó si habían niñas de su edad para jugar. la encontré tan rara, pero divertida. fuimos amigas hasta los 14 años, de ahí desapareció, como la colorina de tu cuento.
saludos.

SERGINHO® dijo...

euu que buen post...
me gusto.. de verdad...

cuidate y volvere por aqui por mas..